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Agricultura ecológica y cambio climático

La agroecología proporciona un enfoque holístico, con un amplio abanico de prácticas de manejo y organizativas para mitigar y adaptarse al cambio climático, tal y como se resume en este artículo.
Eduardo Aguilera
CEIGRAM, Universidad Politécnica de Madrid

Publicado en la Revista Ae 37 (edición otoño 2019), sobre “Evidencias científicas de la producción ecológica”

La producción de alimentos genera buena parte de las emisiones responsables del cambio climático, y es probablemente la actividad más vulnerable a sus impactos. Consecuentemente, y según subraya el informe del IPCC (Arneth et al. 2019), es fundamental incluir el sistema agroalimentario en las estrategias de mitigación y adaptación al cambio climático. Al mismo tiempo, la agricultura juega un papel aún más central en el resto de procesos del cambio global, como los cambios de uso del suelo, el uso de agua dulce, o la alteración de los ciclos de nutrientes, además del agotamiento de recursos no renovables y la sobreexplotación de los recursos renovables. Todos estos procesos están estrechamente vinculados, por lo que la mitigación del cambio climático no puede limitarse a soluciones técnicas a problemas concretos, sino que son necesarias estrategias sistémicas que consideren todas las dimensiones de la sostenibilidad y todos los componentes del sistema agroalimentario que puedan verse afectados. Este enfoque holístico puede ser proporcionado por la agroecología, que además ofrece un amplio abanico de prácticas de manejo y organizativas para mitigar y adaptarse al cambio climático.

Los agroecosistemas mediterráneos son especialmente vulnerables al cambio climático, que se espera que exacerbe la escasez hídrica y aumente los fenómenos climáticos extremos, en un contexto de sobreexplotación de recursos hídricos, alta dependencia de recursos no renovables, o alteración de los regímenes de incendios (Cramer et al.2018).

La interacción entre estos procesos puede incrementar sus impactos de forma no lineal. Por ejemplo, se ha estimado que los suelos cultivados en España han perdido materia orgánica en el último siglo de manera continuada, debido a una combinación de cambios en el clima, con un incremento de las temperaturas medias, y cambios en el manejo, como el uso de variedades con menor producción de residuos y raíces, o el uso de herbicidas que reducen  la producción de biomasa arvense, sobre todo la cubierta vegetal de los cultivos leñosos (Aguilera et al. 2018). Esta pérdida de materia orgánica reduce la fertilidad y resiliencia de los suelos, y supone también una importante fuente de CO2a la atmósfera, reforzando el proceso de cambio climático y la severidad de sus efectos.

Al mismo tiempo, y como resultado de la interacción entre la diversidad edafoclimática, biológica y cultural a lo largo de la historia milenaria de su agricultura, la Cuenca Mediterránea cuenta con una extrema agrobiodiversidad, en forma de variedades de cultivo, razas ganaderas y prácticas de manejo (Blondel 2006). Esta diversidad representa una excelente caja de herramientas para enfrentar los retos climáticos, pero se está viendo rápidamente erosionada por la agricultura industrial.

La agricultura ecológica mediterránea contribuye a la mitigación y adaptación al cambio climático a través de múltiples vías. La ausencia de sustancias de síntesis supone un ahorro de las emisiones asociadas a su producción industrial y transporte, que representan buena parte de la huella de carbono de los productos convencionales (Aguilera et al. 2015b; Aguilera et al.2015a). El uso de fertilizantes orgánicos y los bajos aportes de nitrógeno reducen las emisiones directas de óxido nitroso (N2O) (Cayuela et al. 2017), un gas de efecto invernadero unas  300 veces más potente que el CO2. Otro proceso fundamental es el secuestro de carbono en el suelo, que puede llegar a compensar todo el resto de emisiones generadas, y que es promovido por una serie de prácticas agroecológicas como la aplicación al suelo de restos de poda y otros residuos orgánicos (Aguilera et al. 2013), el uso de variedades de cultivo con mayor desarrollo radicular (Carranza-Gallego et al.2018), o el uso de cubiertas vegetales (Vicente-Vicente et al.2016). Esta última práctica, además, puede contribuir aún más a la mitigación del cambio climático mediante el aumento del albedo (Guardia et al. 2019), y es una práctica efectiva de adaptación al reducir drásticamente la erosión, aumentar las opciones de manejo en condiciones de sequía, y retener el nitrógeno mineralizado debido al calentamiento (Kaye and Quemada 2017).

La agroecología hace énfasis en la consideración del sistema agroalimentario en su conjunto, frente a otras aproximaciones que se centran en el efecto directo de prácticas tecnológicas concretas, pero ignoran las posibles repercusiones sobre las demás dimensiones de la sostenibilidad y sobre las emisiones en otros puntos de la cadena, que pueden ser mayores que las emisiones en campo (Sanz-Cobena et al. 2017). Un ejemplo de este tipo de prácticas “sistémicas” de alto potencial de mitigación es el compostaje, que reduce de forma significativa las emisiones de GEI frente a otros métodos de gestión de residuos sólidos (Pardo et al. 2015), pero cuyos beneficios están lejos de limitarse a esta reducción: la estabilización de la materia orgánica contribuye al secuestro de carbono en el suelo (Aguileraet al. 2013), la devolución de nutrientes al suelo evita las emisiones en la producción de fertilizantes, y las iniciativas de compostaje, especialmente cuando están vinculadas a huertos urbanos, ayudan a crear comunidad y a vincular a la gente con la producción de alimentos, fomentando el cambio de hábitos de consumo. Por el contrario, muchas propuestas desde la agricultura convencional representan una huida hacia adelante en la que los problemas generados por un modelo basado en la aplicación de insumos de síntesis y la simplificación extrema de los agroecosistemas se pretenden solucionar con otros productos de síntesis cuyos efectos a largo plazo desconocemos.

La aproximación agroecológica a la lucha contra el cambio climático huye, por tanto, de las propuestas excesivamente simplistas. Otro ejemplo está en la producción y consumo de productos ganaderos, que representan la mayor parte de la huella de carbono de la alimentación (Willett et al. 2019).

El papel de la ganadería en la lucha contra el cambio climático es altamente controvertido, con propuestas que van desde una agricultura sin ganadería hasta la intensificación (aún mayor) de la producción ganadera para mejorar la eficiencia en la conversión de alimento. En el último caso, se ignora que este modelo de ganadería industrial, además de generar sufrimiento en millones de animales, se basa en el uso para alimentación animal de materias primas, como la soja y el maíz, que compiten con la alimentación humana y se producen a miles de kilómetros, generando severos impactos ambientales y sociales, como los vinculados a la deforestación de la Amazonia (Richards et al.2014).

Por otro lado, los purines generados en estas megagranjas generan grandes cantidades de metano durante su almacenamiento, y disparan las emisiones de óxido nitroso cuando son aplicados al suelo (Cayuela et al.2017), normalmente a tasas excesivas debido a las grandes cantidades generadas (Penuelas et al.2009).  Pero los impactos de este modelo no se limitan a las áreas de producción de piensos y las instalaciones ganaderas y sus inmediaciones: el pienso barato importado, que logra esos precios externalizando los costes socioambientales de su producción, junto con el ahorro de mano de obra en las megagranjas, permiten la producción de productos ganaderos a precios muy bajos, ahogando a la ganadería extensiva (y ecológica) que aprovecha los recursos locales del territorio, fija población en el medio rural y garantiza el bienestar animal. Una de las consecuencias más graves de este proceso es la acumulación de biomasa combustible en el monte debido a la ausencia de manejo, incrementando el riesgo de incendios y su magnitud, que se hace aún más severa en un contexto de cambio climático. Esto lleva a situaciones como la de Portugal, donde la expansión de grandes incendios en los últimos años, además de cobrarse numerosas víctimas mortales, ha iniciado un paradójico proceso de deforestación, liberando de nuevo a la atmósfera parte del carbono acumulado tras décadas de abandono del monte (Oliveira et al. 2017).

Pero no es solo carbono lo que se pierde: la desaparición de los paisajes en mosaico asociados a los usos tradicionales del territorio también suele implicar una pérdida de biodiversidad en zonas mediterráneas (Otero et al.2015). La ganadería extensiva, por tanto, es fundamental para mantener los stocks de carbono del monte y su biodiversidad, y puede contribuir también a la optimización en el uso de recursos mediante la valorización de residuos urbanos y agroindustriales, generando a partir de ellos alimentos de alta densidad nutricional y evitando la deforestación de zonas tropicales. Por tanto, desde la perspectiva agroecológica hay que reivindicar una ganadería libre de piensos importados y fuertemente vinculada al territorio, lo cual debe acompañarse ineludiblemente de una importante reducción de los productos de origen animal en la dieta humana.

Conclusión

En suma, los retos del cambio climático son especialmente graves y urgentes en la región mediterránea, debido a la severidad de los impactos esperados del cambio climático en la región y a otros condicionantes socioambientales como la elevada densidad de población y vulnerabilidad energética. La agroecología ofrece un enfoque sistémico necesario para afrontar estos retos, integrando prácticas agronómicas con cambios estructurales en el sistema agroalimentario para lograr mitigar y adaptarse al cambio climático pero sin dejar atrás los demás aspectos de la sostenibilidad. La implementación efectiva y a gran escala de estas estrategias requiere del diseño de políticas públicas con la participación de todos los actores implicados y del impulso de redes de intercambio de conocimiento entre investigadoras y agricultoras.

Referencias bibliográficas

  • Aguilera et al(2015a) Agron Sustain Dev doi: 10.1007/s13593-014-0265-y
  • Aguilera et al. (2015b) Agron Sustain Dev doi:10.1007/s13593-014-0267-9
  • Aguilera et al. (2018) Sci Total Environ doi: 10.1016/j.scitotenv.2017.11.243
  • Aguilera et al. (2013) Agric, Ecosyst Environ doi: 10.1016/j.agee.2013.02.003
  • Arneth et al. (2019) IPCC Report https://www.ipcc.ch/report/srccl/
  • Blondel J (2006) Hum Ecol doi: 10.1007/s10745-006-9030-4
  • Carranza-Gallego G et al.(2018) J Clean Prod doi: 10.1016/j.jclepro.2018.05.188
  • Cayuela et al. (2017) Agric, Ecosyst Environ doi: 10.1016/j.agee.2016.10.006
  • Cramer et al. (2018) Nature Climate Change. doi: 10.1038/s41558-018-0299-2
  • Guardia et al. (2019) J Clean Prod doi: 10.1016/j.jclepro.2019.118307
  • Kaye y Quemada (2017) Agron Sustain Dev doi: 10.1007/s13593-016-0410-x
  • Oliveira et al. (2017) Land Use Policy doi: 10.1016/j.landusepol.2017.04.046
  • Otero et al. (2015) Ecol Soc doi: 10.5751/es-07378-200207
  • Pardo et al. (2015) Global Change Biol doi: 10.1111/gcb.12806
  • Penuelas et al. (2009) J Environ Biol
  • http://www.jeb.co.in/journal_issues/200909_sep09_supp/paper_12.pdf
  • Richards et al. (2014) Global Environ Change doi: 10.1016/j.gloenvcha.2014.06.011
  • Sanz-Cobena et al. (2017)Agric, Ecosyst Environ doi: 10.1016/j.agee.2016.09.038
  • Vicente-Vicente (2016) Agric, Ecosyst Environ doi: 10.1016/j.agee.2016.10.024
  • Willett et al. (2019) Lancet doi: 10.1016/s0140-6736(18)31788-4

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